Las pequeñas historias de Juan Santana:
LOS DOS AMIGOS
Permitan
que siga con mi política de no decir los nombres de los protagonistas, porque
ya no están entre nosotros, siendo muy conocidos en el pueblo, aunque los dos
procedían de Agüimes.
A
su jubilación vino el tiempo libre, el cual ocupaban con sus conversaciones,
sentados al frescor del antiguo Chalet, situado donde está hoy la sede de
Protección civil, en un banco de cemento.
Luego
daban unos paseos por el pueblo, intentando siempre estar entretenidos.
Uno
de ellos era de complexión fuerte y más alto que su amigo, el cual era delgado
y de baja estatura.
El
más alto tenía unas respuestas para todo y no se callaba ante ninguna
afirmación que no le gustara. Prueba de ello es que en una ocasión, paseando a
su perro, escuchó a un hombre, que por su acento no podía negar que era de la
península, decir lo siguiente: ¡Mira que hay perros en este pueblo!
El
que paseaba a su perro, sin pensarlo un segundo y dirigiéndose a él le dijo: ¡Y
mira la cantidad de peninsulares que ha invadido este pueblo!
El otro calló y se marchó de allí sin
decir ni pío, pero bajo la atenta mirada del otro, por si le respondía algo.
En otra ocasión, los dos
amigos entraron en la terraza que tenía la farmacia, donde Aurora trabajó antes
de pasar la farmacia a otro local.
Pues
estos dos hombres se fijaron en una caja de cartón que estaba en la terraza,
bien grande y que habría sido utilizada para traer los medicamentos.
El
más bajo de estatura comentó a su amigo: ¡Que grande es esa caja, donde incluso
se puede meter a una persona!
Su amigo le miró y con una sonrisa
burlona en sus labios le dijo: ¡Claro que se puede meter ahí a una persona,
aunque para ti bastaría con una caja de zapatos!
El otro sonrió, pero sin decir nada más,
no fuera que lo dejara de nuevo en ridículo.
(Playa de Arinaga, 2016)
UN BUEN ESCRITOR
En
un pequeño apartamento vivía un escritor, de nombre Daniel, el cual era
soltero, por lo que le bastaba con ese apartamento para cubrir sus necesidades.
Tenía
un solo dormitorio, un salón con la cocina al fondo y un baño, pero además
poseía un balcón, que utilizaba en los momentos de baja inspiración, meditando
algo para escribir, pues era ese su medio de vida.
Era
fiel seguidor de las antiguas máquinas de escribir, rechazando siempre otras formas
más modernas de escritura. Para las labores de la casa había contratado a una
señora, algo mayor, pero que lo que ella cobraba estaba acorde con sus ingresos
como escritor, por lo cual, esa señora venía todas las mañanas a limpiarle la
casa, haciendo también el desayuno y dejándole algo para la cena, ya que estaba
muchas veces fuera durante el resto del día y aprovechaba cualquier momento
para comer algo en un bar.
Su
hora de levantarse era casi siempre a las 10 de la mañana, cuando la señora
llevaba allí más de dos horas, pero siempre procurando no hacer ruido, para no
perturbar el sueño de Daniel, no fuera que se enfadara y perdiera el empleo.
Una tarde, ya casi de noche, Daniel llegó a su
casa y mientras cenaba recordó una historia que podría servirle para escribir
un libro, cuyo argumento hacía tiempo que le rondaba en su mente.
Nada
más acabar la cena, depositó la loza que había utilizado dentro del fregadero,
que ya se encargaría la señora del servicio de lavarla.
Se
puso al frente de su vieja máquina de escribir, tan querida por él, comenzando
a teclear una y otra vez, pensando que había sido una gran idea el aislar de
ruidos el salón, porque no escuchaba nada del exterior, pero tampoco sus
vecinos se quejarían del “traqueteo” de su máquina.
Uno
tras otro fue llenando folios, los cuales, con la alegría de su inspiración,
los tiraba sobre la moqueta de su salón, que ya los recogería después, pero sin
equivocarse al colocarlos, porque había tenido la precaución de ponerle su
número con el bolígrafo antes de llenarlos de letras con su máquina.
Cuando
terminó, mirando al reloj se dio cuenta de que eran ya las tres de la madrugada
y se encontraba muy cansado.
En vez de recoger los
folios, pensó que se caería al suelo con lo dormido que estaba, por lo que dejó
esa labor para la mañana siguiente, cuando estuviese más despierto. Por eso no
lo pensó dos veces y se fue a dormir.
Cuando
la luz del sol le dio en su cara, se levantó sobresaltado porque su reloj
marcaba las diez de la mañana.
Enseguida pasó al baño
para despejarse la cara con el agua fría, fijándose al salir en su vieja criada
que estaba haciendo la comida destinada a poner en la nevera para que él tan
solo tuviera que calentarla.
Entonces,
Daniel recordó los folios que había dejado en el suelo y que ahora no los veía
allí, por lo que se dijo para sí: ¡Esta vieja no puede ver nada fuera de su
sitio!
Se
dirigió hacia ella preguntándole: ¿Señora, no ha visto usted unas cuartillas en
el suelo? Presurosa, la mujer le dijo: ¡Perdone que se lo diga D. Daniel, pero
es usted muy desordenado!
Pero
Daniel insistió: ¿Dónde los tendría que haber puesto según usted?
La
señora, mientras pelaba unos ajos, le dijo: ¡No se preocupe que para eso estoy
yo, porque ya los papeles van camino del vertedero, que yo le ahorré de tirar
tanto papel sucio!
La
verdad es que a Daniel no le dio un infarto de puro milagro, aunque reconoció
que había sido un gandul al dejar los papeles en el suelo, pero entre la opción
de darle dos patadas a la vieja o progresar, desde entonces decidió que su
herramienta de trabajo sería el ordenador, sabiendo que le ahorraría disgustos
como el que ahora tenía.
Juan Santana Méndez (Playa de Arinaga)
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