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enfermedades que acechan a la Iglesia
Discurso
del Papa
(Vale la pena leerlo despacito y pensando en uno mismo. Ideal para un retiro o rato largo de oración)
Queridos
hermanos, Al término del Adviento nos encontramos para los tradicionales
saludos. En pocos días tendremos la alegría de celebrar la Navidad del Señor;
el evento de Dios que se hace hombre para salvar a los hombres; la
manifestación del amor de Dios que no se limita a darnos alguna cosa o a
enviarnos algún mensaje o ciertos mensajeros, sino que se nos da a sí mismo. Ante
todo, quisiera desear a todos ustedes una santa Navidad y un feliz Año Nuevo.
Deseo
elevar con ustedes al Señor un profundo y sincero agradecimiento por el año que
termina, por los acontecimientos vividos y por todo el bien que Él ha querido
realizar generosamente a través del servicio de la Santa Sede, pidiéndole
humildemente perdón por las faltas cometidas "en pensamientos, palabras,
obras y omisiones".
Y partiendo de este pedido de perdón, desearía que nuestro encuentro y
las reflexiones que voy a compartir con ustedes se conviertan, para todos
nosotros, en un apoyo y un estímulo para un verdadero examen de conciencia para
preparar nuestro corazón para la Navidad.
Estamos llamados a mejorar, siempre mejorar
y crecer en comunión, santidad y sabiduría para realizar plenamente su misión.
Sin embargo, como cada cuerpo, como todo cuerpo humano, está expuesto a la
enfermedad, al mal funcionamiento. Y aquí me gustaría mencionar algunas de
estas enfermedades probables, enfermedades. Las enfermedades más frecuentes en
nuestra vida de la Curia son las enfermedades y tentaciones que debilitan
nuestro servicio al Señor. Creo que nos va a ayudar el "catálogo" de
las enfermedades - como los Padres del Desierto, que hacían catálogos - de las
que hablamos hoy: nos ayudará a prepararnos para el Sacramento de la
Reconciliación, que será un bello paso para todos nosotros para prepararnos
para la Navidad.
1. La
enfermedad de sentirse "inmortal", "inmune" o incluso
"indispensable" descuidando los necesarios y habituales
controles. Una ordinaria visita a los cementerios podría ayudarnos a ver los
nombres de tantas personas, de las que cuales algunas tal vez creíamos que eran
inmortales, inmunes e indispensables. Esta deriva frecuentemente de la
patología del poder, del ‘complejo de los Elegidos', del narcisismo que mira
apasionadamente la propia imagen y no ve la imagen de Dios impresa en el rostro
de los otros, especialmente de los más débiles y necesitados. El
antídoto a esta epidemia es la gracia de sentirnos pecadores y de decir con
todo el corazón: ‘Somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que teníamos que
hacer' (Lc 17,10).
2. Otra:
es la enfermedad del ‘martalismo' (que viene de Marta), de
la excesiva laboriosidad: es decir de aquellos que se sumergen en el trabajo
descuidando, inevitablemente, ‘la parte mejor': sentarse al pie de Jesús
(cfr Lc 10, 38-42). Por esto Jesús ha llamado a sus discípulos a ‘descansar un
poco', (cfr Mc 6,31) porque descuidar el necesario reposo lleva al estrés y a
la agitación. El tiempo de reposo, para quien ha terminado la propia misión, es
necesario, debido y va vivido seriamente: en el transcurrir un poco de tiempo
con los familiares y en el respetar las vacaciones como momentos de recarga
espiritual y física; es necesario aprender lo que enseña Eclesiastés que
"hay un tiempo para cada cosa" (3,1-15).
3. También
está la enfermedad de la ‘fosilización' mental y espiritual. Es decir, aquellos
que poseen un corazón de piedra y ‘tortícolis' (At 7,51-60); de aquellos que,
en el camino, pierden la serenidad interior, la vivacidad y la audacia y
se esconden bajo los papeles convirtiéndose en ‘máquinas de prácticas' y
no ‘hombres de Dios' (cfr. Eb 3,12). Es peligroso perder
la sensibilidad humana necesaria para llorar con quienes lloran y alegrarse con
aquellos que se alegran. Es la enfermedad de quienes pierden ‘los
sentimientos de Jesús' (cfr Fil 2,5-11) porque su corazón, con el pasar del
tiempo, se endurece y se convierte en incapaz de amar incondicionadamente al
Padre y al prójimo (cfr Mt 22, 34-40). Ser cristiano, de hecho,
significa ‘tener los mismos sentimientos que fueron de Jesucristo' (Fil 2,5),
sentimientos de humildad y de donación, de desapego y de generosidad.
4. La
enfermedad de la excesiva planificación y del funcionalismo.
Cuando el apóstol planifica todo minuciosamente y cree que si hace una perfecta
planificación las cosas efectivamente progresan, convirtiéndose de esta manera
en un contador. Preparar todo bien es necesario, pero sin caer nunca en la
tentación de querer encerrar o pilotear la libertad del Espíritu Santo que es
siempre más grande, más generosa que cualquier planificación humana (cfr. Jn
3,8). Si cae en esta enfermedad es porque ‘siempre es más fácil y cómodo permanecer
en las propias posturas estáticas e inmutables. En realidad, la
Iglesia se muestra fiel al Espíritu Santo en la medida en que no tiene la
pretensión de regularlo y de domesticarlo... -domesticar al Espíritu Santo- Él
es frescura, fantasía, novedad.
5. La
enfermedad de la mala coordinación. Cuando los miembros pierden la unión entre
ellos y el cuerpo pierde su armonioso funcionamiento y su templanza,
se convierten en una orquesta que produce ruido porque sus miembros no
colaboran y no viven el espíritu de comunión y de equipo. Cuando el pie dice al
brazo: ‘no te necesito' o la mano dice a la cabeza ‘mando yo', causa malestar y
escándalo.
6. La
enfermedad del ‘Alzheimer espiritual', es
decir el olvido de la ‘historia de la salvación', de la historia personal con
el Señor, del ‘primer amor' (Ap 2,4). Se trata de una disminución
progresiva de las facultades espirituales que en un más o menos largo período
de tiempo causa serias discapacidades a la persona haciéndola incapaz de
desarrollar alguna actividad autónoma, viviendo en un estado de absoluta
dependencia de sus concepciones, a menudo imaginarias. Lo
vemos en aquellos que han perdido la memoria de su encuentro con el Señor; en
quienes no tienen sentido deuteronómico de la vida; en aquellos que dependen
completamente de su presente, de las propias pasiones, caprichos y
manías, en quienes construyen a su alrededor muros y hábitos se convierten,
cada vez más, en esclavos de los ídolos que han esculpido con sus propias
manos.
7. La
enfermedad de la rivalidad y de la vanagloria. Cuando la apariencia, los
colores de la ropa o las medallas honoríficas se convierten en el primer
objetivo de la vida, olvidando las palabras de San Pablo: ‘No hagan nada por
rivalidad o vanagloria, sino que cada uno de ustedes, con humildad, considere a
los otros superiores a sí mismo. Cada uno no busque el propio interés, sino
también el de los otros (Fil 2,1-4). Es la enfermedad que nos lleva a ser
hombres y mujeres falsos y a vivir un falso ‘misticismo' y un falso
‘quietismo'. El mismo San Pablo los define ‘enemigos de la Cruz de Cristo'
porque se jactan de aquello que tendrían que avergonzarse y no piensan más que
a las cosas de la tierra (Fil 3,19).
8. La
enfermedad de la esquizofrenia existencial. Es
la de quienes viven una doble vida, fruto de la hipocresía típica del mediocre
y del progresivo vacío espiritual que licenciaturas o títulos académicos no
pueden llenar. Una enfermedad que sorprende frecuentemente
a los que abandonan el servicio pastoral, se limitan a las cosas burocráticas,
perdiendo de esta manera el contacto con la realidad, con las personas
concretas. Crean así un mundo paralelo, en donde ponen de parte todo lo que
enseñan severamente a los demás e inician a vivir una vida oculta y a menudo
disoluta. La conversión es muy urgente e
indispensable para esta gravísima enfermedad (cfr Lc 15, 11-32).
9. La
enfermedad de los chismes, de las murmuraciones y de las habladurías.
De esta enfermedad ya he hablado en muchas ocasiones, pero nunca lo suficiente.
Es una enfermedad grave, que inicia simplemente,
quizá solo por hacer dos chismes y se adueña de la persona haciendo que se
vuelva ‘sembradora de cizaña' (como Satanás), y, en muchos casos casi ‘homicida
a sangre fría' de la fama de los propios colegas y hermanos. Es la enfermedad
de las personas cobardes que, al no tener la valentía de hablar directamente,
hablan a las espaldas de la gente. San Pablo nos advierte: hacer todo sin
murmurar y sin vacilar, para ser irreprensibles y puros (Fil 2,14.18). Hermanos,
¡cuidémonos del terrorismo de los chismes!
10. La
enfermedad de divinizar a los jefes: es la enfermedad de los que cortejan a los
superiores, esperando obtener su benevolencia. Son víctimas del carrerismo y
del oportunismo, honran a las personas y no a Dios
(cfr Mt 23-8.12). Son personas que viven el servicio pensando únicamente en lo
que deben obtener y no en lo que deben dar. Personas mezquinas, infelices e
inspiradas solamente por el propio egoísmo (cfr Gal 5,16-25). Esta enfermedad
podría golpear también a los superiores cuando cortejan a algunos de sus
colaboradores para obtener su sumisión, lealtad y dependencia psicológica, pero
el resultado final es una verdadera complicidad.
11. La enfermedad de la
indiferencia hacia los demás. Cuando cada uno sólo piensa en sí mismo y pierde
la sinceridad y el calor de las relaciones humanas.
Cuando el más experto no pone su conocimiento al servicio de los colegas menos
expertos. Cuando se sabe algo se posee para sí mismo en lugar de compartirlo
positivamente con los otros. Cuando, por celos o por astucia, se siente alegría
viendo al otro caer en lugar de levantarlo y animarlo.
12. La enfermedad de la cara
de funeral. Es decir, la de las
personas bruscas y groseras, quienes consideran que para ser serios es
necesario pintar el rostro de melancolía, de severidad y tratar a los demás
-sobre todo a los que consideran inferiores- con rigidez, dureza y arrogancia.
En realidad, la severidad teatral y el pesimismo estéril son a menudo síntomas
de miedo y de inseguridad de sí. El apóstol debe esforzarse para ser una
persona cortés, serena, entusiasta y alegre que transmite felicidad en donde se
encuentra. Un corazón lleno de Dios es un corazón feliz que irradia y contagia
con la alegría a todos los que están alrededor de él: se ve inmediatamente. No
perdamos, por lo tanto, el espíritu alegre, lleno de humor e incluso
auto-irónicos, que nos convierte en personas amables, también en las
situaciones difíciles. Qué bien nos hace una buena dosis de un
sano humorismo. Nos hará muy bien rezar frecuentemente la oración de Santo
Tomás Moro: yo la rezo todos los días, me hace bien.
13. La
enfermedad de la acumulación: cuando el apóstol trata de llenar un vacío
existencial en su corazón acumulando bienes materiales, no por necesidad, sino
solo para sentirse al seguro. En realidad, no podremos llevar nada
material con nosotros porque ‘el sudario no tiene bolsillos' y todos nuestros
tesoros terrenos -también si son regalos- no podrán llenar nunca aquel vacío, y
lo harán más exigente y más profundo. A estas personas el Señor repite ‘tú
dices soy rico, me he enriquecido, no tengo necesidad de nada. Pero no sabes
que eres un infeliz, un miserable, un pobre, un ciego y desnudo... Sé pues
celoso y conviértete' (Ap 3,17-19). La acumulación pesa solamente y ralentiza
el camino inexorable. Pienso en una anécdota: un tiempo, los jesuitas españoles
describían a la Compañía de Jesús como la ‘caballería ligera de la Iglesia'.
Recuerdo la mudanza de un joven jesuita, mientras cargaba el camión de sus
posesiones: maletas, libros, objetos y regalos, y escuchó, con una sabia
sonrisa, de un anciano jesuita que lo estaba observando: ¿Esta sería la
caballería ligera de la Iglesia? Nuestras ‘mudanzas' son signos de esta
enfermedad.
14. La
enfermedad de los círculos cerrados en donde la pertenencia al grupito se
vuelve más fuerte de la pertenencia al Cuerpo y, en algunas situaciones, a
Cristo mismo. También esta enfermedad comienza siempre de
buenas intenciones, pero, con el paso del tiempo, esclaviza a los miembros
convirtiéndose en un ‘cáncer' que amenaza la armonía del Cuerpo y causa tanto
mal -escándalos- especialmente a nuestros hermanos más pequeños. La
autodestrucción o el ‘fuego amigo' de las comilonas es el peligro más sutil. Es
el mal que golpea desde dentro, y como dice Cristo, ‘cada reino dividido en sí
mismo va a la ruina' (Lc 11,17).
15. Y
la última, la enfermedad del provecho mundano, del exhibicionismo, cuando el
apóstol transforma su servicio en poder, y su poder en mercancía para obtener
provechos mundanos o más poderes. Es la enfermedad de las personas que buscan
infatigablemente el multiplicar poderes y por este objetivo son capaces de
calumniar, de difamar y de desacreditar a los demás, incluso en periódicos y en
revistas. Naturalmente para exhibirse y demostrarse
más capaces que los demás. También esta enfermedad hace mucho daño al Cuerpo
porque lleva a las personas a justificar el uso de cualquier medio para
alcanzar tal objetivo, a menudo en nombre de la justicia y de la transparencia.
Recuerdo un sacerdote que llamaba a los periodistas para decirles -e inventar-
cosas privadas y reservadas de sus hermanos y parroquianos. Para él, lo que
contaba era verse en las primeras páginas, porque así se sentía ‘poderoso y
vencedor', causando tanto mal a los otros y a la Iglesia. ¡Pobrecito!
Hermanos, estas enfermedades y tentaciones son naturalmente un peligro para cada cristiano y para cada curia, comunidad, congregación, parroquia, movimiento eclesial, y pueden golpear sea a nivel individual que comunitario.
Es necesario aclarar que es sólo el Espíritu Santo -el alma del Cuerpo Místico de Cristo, como afirma el Credo: ‘Creo... en el Espíritu Santo, Señor y vivificador'- quien cura cada enfermedad. Es el Espíritu Santo quien sostiene cada sincero esfuerzo de purificación y de cada buena voluntad de conversión. Es Él quien nos da a entender que cada miembro participa en la santificación del cuerpo y a su debilitamiento. Es Él el promotor de la armonía: ‘Ipse harmonia est', dice San Basilio. San Agustín nos dice: ‘Hasta que una parte se adhiere al cuerpo, su curación no es desesperada; aquello que fue cortado, no puede curarse ni sanar'.
La curación es también fruto de la conciencia de la enfermedad y de la decisión personal y comunitaria de curarse soportando pacientemente y con perseverancia la curación. Por lo tanto, estamos llamados -en este tiempo de Navidad y para todo el tiempo de nuestro servicio y de nuestra existencia- a vivir ‘según la verdad en la caridad, tratando de crecer en cada cosa hacia Él, que es el jefe, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien compaginado y conectado, mediante la colaboración de cada empalme, según la energía propia de cada miembro, recibe fuerza para crecer en manera de edificar a sí mismo en la caridad (Ef 4, 15-16).
Queridos hermanos, Una vez he leído que los sacerdotes son como los aviones: sólo son noticia cuando caen, pero hay muchos que vuelan. Muchos critican y pocos rezan por ellos. Es una frase muy simpática y muy cierta, porque indica la importancia y la delicadeza de nuestro servicio sacerdotal, y cuánto mal podría causar un solo sacerdote que ‘cae' a todo el cuerpo de la Iglesia. Por lo tanto, para no caer en estos días en los que estamos preparándonos a la Confesión, pidamos a la Virgen María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, curar las heridas del pecado que cada uno de nosotros lleva en su corazón y de sostener a la Iglesia y a la Curia de modo que sean sanos y re sanadores, santos y santificantes, a gloria de su Hijo y para nuestra salvación y del mundo entero. Pidamos a Él hacernos amar a la Iglesia como la ha amado Cristo, su hijo y nuestro Señor, y de tener la valentía de reconocernos pecadores y necesitados de su Misericordia y de no tener miedo a abandonar nuestra mano entre sus manos maternas.
Muchas felicidades por una santa Navidad a todos ustedes, a sus familias y a sus colaboradores. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí. Gracias de corazón.
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