Comentario de Juan Santana de Arinaga
EN LA ESCUELA
Estoy seguro que a todos
los que comenzamos el aprendizaje de las primeras letras a mediados de los años
60, nos viene a la memoria ese libro llamado “Mi primer amiguito”, que si
fuéramos sinceros diríamos que en ese tiempo no gozaba de nuestra amistad.
No entendíamos como amistad que ese montón de
papeles, con el dibujo de un niño escribiendo en la pizarra, nos atara a una
silla durante cinco horas al día, por supuesto que en sesiones de mañana y
tarde.
A nosotros, que hasta ese
momento habíamos circulado libremente, sin tener más trato con el colegio que
el de ver como nuestro hermano mayor iba y venía con su maleta, tuvimos que
hacer lo mismo.
Por eso, también llegó la hora en que nuestro
hermano nos llevó al lugar a donde iba él, estando nosotros muy alegres, pues
también portábamos nuestra maleta, con una cantidad de cosas impresionantes
como por ejemplo las ilusiones por estar en un sitio nuevo, porque la lista de
materiales era tan solo la del libro, una libreta, un lápiz, una goma y un
afilador.
Esa gran cantidad de cosas
bailaba de un lado a otro de la maleta, la cual llevábamos de la misma forma
que los actuales ejecutivos.
No creo que me sucediera
tan solo a mí, que las letras abarcaban dos cuadros, resultando toda una proeza
el escribir tan solo dentro de aquellos cuadritos, los cuales se nos antojaban
diminutos.
En un principio, las
vocales nos parecían, con todos los respetos, letras chinas, aunque contábamos
con los dibujos del avión, el elefante, la iglesia, el oso y las uvas, que nos
servían de orientación, mirando más a los dibujos que a las propias letras.
Con la lección del tomate,
al que solo habíamos visto en las grandes extensiones de tomateros existentes
en Arinaga, íbamos aprendiendo una tras otra las consonantes, siempre mirando a
la “japonesita” con su kimono, que era la última lección del dichoso libro, el
cual no parecía tener fin.
Era nuestra ansiedad por
acabarlo, pensando que nos darían otro diferente, pero una vez que lo
acabábamos, el maestro volvía a la primera página, repitiendo el recorrido
anterior.
Sin darnos cuenta, estábamos poniendo los
cimientos de nuestra actual cultura, mirando esos años con nostalgia, dando
buenos consejos a todos los que empiezan, siempre con el orgullo y la
satisfacción de saber que ese camino que ellos empiezan, tú lo has recorrido.
Por todo esto, jamás
olvidaré a D. Domingo, que fue el encargado de enseñarme las primeras letras.
Juan Santana Méndez
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