CARTA AL VIENTO:
La visita de Dios
Hay
experiencias en la vida que dejan una marca imborrable. Hoy, al recordar el Día
del Enfermo vienen a mi mente dos épocas de mi vida en las que viví de cerca el
dolor, las esperanzas y las desesperanzas de muchos enfermos.
La primera experiencia la viví durante
un año que fui capellán de un Hospital de epilépticos en Madrid. Allí me
pasaba todo el día, viendo cómo aquellos muchachos, siempre con el casco puesto
por sus frecuentes ataques, agradecían los gestos más simples: un diálogo
improvisado, una sonrisa o
la visita de los voluntarios que se acercaban semanalmente por el Hospital.
La misa de los domingos era un espectáculo en todos los sentidos. Entre
aplausos, canciones y caídas bruscas a consecuencia de la epilepsia, se leía y
comentaba y se interrumpía la palabra de Dios. Los jóvenes voluntarios traían
sus guitarras y su alegría y su ilusión a aquellos hombres y mujeres que
llamábamos niños porque tenían toda la frescura e inocencia que sólo se encuentra en la infancia… y en ellos.
Los Hermanos de san Juan de Dios, que eran los responsables del
centro, tenían una
paciencia y una
bondad que ayudaba a curar y a vivir con
esperanza la enfermedad. Aprendí mucho de los niños, de los voluntarios y de
los Hermanos. Aprendí que sólo en un ambiente de familia como el que allí se
respiraba, era posible soportar la enfermedad.
Mi
otra experiencia vino muy seguida. El obispo me encargó ser cura de Antigua y
Betancuria y capellán del Hospital de Fuerteventura. Era algo diferente. Se
sufría más por ver la
soledad de algunos enfermos que por la misma enfermedad por muy dolorosa que
fuera. Allí, como en cualquier hospital, podías ver a enfermos llenos de
cariño, de mimos y de compañía. Y enfermos a lo que nadie visitaba, que
los días se les hacían de 48 horas, que sólo sonreían cuando alguna
enfermera o la chica de la
limpieza les decía palabras de afecto y simpatía.
Eso mismo va descubriendo uno en las
visitas a los enfermos de la parroquia. La mayoría viven llenos de cuidados, de
familiares que les hablan, que les escuchan, que les animan. Pero hay otros que
no. Un día Luisa se me puso a llorar desconsoladamente.
-¿Qué le pasa,
Luisa?
-Nada
que me acuerdo de mis hijos. Son ocho. Ocho hijos tengo. Y ni uno sólo viene a
visitarme. Esa es mi enfermedad. Yo me curaría si los viera, si ellos me
demostraran que de verdad me quieren. Pero es que poquito a poco la amargura me
va saliendo por todo el cuerpo. Los médicos ponen nombres raros a mi
enfermedad, pero lo único que tengo es la falta de cariño de mis hijos.
Yo, intentando desviar la
conversación, le dije muy convencido:
-Pero Luisa, el cariño de Dios seguro
que no va a faltarle nunca.
Y entonces fue cuando ella,
ya sin lágrimas, empezó a decir que el regalo más grande, el momento más dulce
de cada mes es cuando recibe la visita de personas de la parroquia que rezan
con ella, que le llevan la comunión, que hablan y se ríen juntas. Y afirmó
emocionada: El único que me visita es Dios.
Por eso
hoy he rezado por Luisa y, con el grupo de Pastoral de la salud,
hemos ido orando mientras decíamos los nombres
de esas personas a las que visitamos y que les vamos tomando cariño:
Santiaguito, María, Andresito, Matías, Josefita…
Y qué alegría que esa
visita que hacen los voluntarios sea la visita más querida, sea la señal de que
Dios les quiere y les acompaña. Es la mejor medicina, sin duda ninguna. Es la
experiencia que también yo he vivido personalmente. Ojalá no le falte a nadie.
Gracias, amigos enfermos, porque también ustedes nos animan y nos ayudan
a descubrir la cercanía y el amor de Dios. Sabemos que cuando les visitamos, a
Dios mismo visitamos. Porque tanto para ustedes como para nosotros es, de
verdad, la visita de Dios.
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