jueves, 11 de febrero de 2010

CARTA AL VIENTO: La visita de Dios


          Hay experiencias en la vida que dejan una marca imborrable. Hoy, al recordar el Día del Enfermo vienen a mi mente dos épocas de mi vida en las que viví de cerca el dolor, las esperanzas y las desesperanzas de muchos enfermos. La primera experiencia la viví  durante un año que fui capellán de un Hospital de  epilépticos en Madrid. Allí me pasaba todo el día viendo cómo aquellos muchachos, siempre con el casco puesto por sus frecuentes ataques, agradecían los gestos más simples: un diálogo improvisado,  una sonrisa o la visita de los voluntarios que se acercaban semanalmente por el Hospital. La misa de los domingos era un espectáculo en todos los sentidos. Entre aplausos, canciones y caídas bruscas a consecuencia de la epilepsia, se leía y comentaba y se interrumpía la palabra de Dios. Los jóvenes voluntarios traían sus guitarras y su alegría y su ilusión a aquellos hombres y mujeres que llamábamos niños porque tenían toda la frescura e inocencia  que sólo se encuentra  en la infancia… y en ellos.  Los Hermanos de San Juan de Dios, que  eran los responsables del centro,  tenían una paciencia y  una bondad  que  ayudaba a curar y a vivir con esperanza la enfermedad. Aprendí mucho de los niños, de los voluntarios y de los Hermanos. Aprendí que sólo en un ambiente de familia como el que allí se respiraba, era posible soportar la enfermedad.
      Mi otra experiencia vino muy seguida. El obispo me encargó ser cura de Antigua y Betancuria y capellán del Hospital de Fuerteventura. Era algo diferente. Se sufría más por ver  la soledad de algunos enfermos que por la misma enfermedad por muy dolorosa que fuera. Allí, como en cualquier hospital, podías ver a enfermos llenos de cariño, de mimos y de compañía.  Y enfermos a lo que nadie visitaba, que los días se les hacían de 48 horas, que sólo sonreían cuando alguna enfermera  o la chica de la limpieza les decía palabras de afecto y simpatía.
        Eso mismo va descubriendo uno en las visitas a los enfermos de la parroquia. La mayoría viven llenos de cuidados, de familiares que les hablan, que les escuchan, que les animan. Pero hay otros que  no. Un día Luisa se me puso a llorar desconsoladamente.   
      -¿Qué le pasa, Luisa?
  -Nada que me acuerdo de mis hijos. Son ocho. Ocho hijos tengo. Y ni uno sólo viene a visitarme. Esa es mi enfermedad. Yo me curaría si los viera, si ellos me demostraran que de verdad me quieren. Pero es que poquito a poco la amargura me va saliendo por todo el cuerpo. Los médicos ponen nombres raros a mi enfermedad, pero lo único que tengo es la falta de cariño de mis hijos.
   Yo, intentando desviar la conversación, le dije muy convencido:
    -Pero Luisa, el cariño de Dios seguro que no va a faltarle nunca.
   Y entonces fue cuando ella, ya sin lágrimas, empezó a decir que el regalo más grande, el momento más dulce de cada mes es cuando recibe la visita de personas de la parroquia que rezan con ella, que le llevan la comunión, que hablan y se ríen juntas. Y afirmó emocionada: El único que me visita es Dios.  
     Por eso hoy  he rezado por Luisa y, con el grupo de Pastoral de la salud, hemos ido orando mientras decíamos los  nombres de esas personas a las que visitamos y que les vamos tomando cariño: Santiaguito, María, Andresito, Matías, Josefita…
     Y qué alegría que esa visita que hacen los voluntarios sea la visita más querida, sea la señal de que Dios les quiere y les acompaña. Es la mejor medicina, sin duda ninguna. Ojalá no le falte a nadie. Gracias, amigos enfermos, porque también ustedes nos animan y nos ayudan a descubrir la cercanía y el amor de Dios. Sabemos que cuando les visitamos, a Dios mismo visitamos. Porque tanto para ustedes como para nosotros es, de verdad, la visita de Dios.
          

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